Machu Picchu, desde su trono de piedra, humilla al visitante que se acerca a sus pies por el valle del Urubamba y, sin embargo, las huellas materiales de su gente, que están en el centro de una disputa internacional, son objetos simples, casi humildes.
Hay vasos que recibieron chicha, tostadores de maíz de tres patas, morteros para el grano, platos con mangos labrados, y miles y miles de fragmentos de cerámica y hueso que ocultan secretos de las vidas de los hombres y mujeres que trabajaron en las laderas de la ciudadela inca.
Estos restos residen, desde 1912, en sótanos de la Universidad de Yale, en la localidad estadounidense de New Haven.
Allí han languidecido durante décadas después de que los trajera Hiram Birgham, un profesor que se topó con Machu Picchu, como suele ocurrir con los exploradores, cuando buscaba otra ciudad, Vilcabamba.
Nadie prestó atención a los objetos durante 70 años. En la década de los 60, un fuego ahumó las cerámicas y se mezclaron piezas de otros lugares incas con las de Machu Picchu, según reconoció Lucy Salazar, una arqueóloga peruana que trabaja en Yale.
"A partir de 1983 empezamos a ver qué había", dijo Salazar.
Los arcones no contenían el oro y las joyas que atizaron la codicia de Francisco Pizarro siete décadas después de la construcción de Machu Picchu, en 1460.
Eran menaje de cocina y útiles diarios, similares a otros objetos hallados y robados de huacas y asentamientos en todo Perú.
Pero son especiales porque dan pistas de la vida en la ciudadela más emblemática del imperio inca, un lugar entre sierra y selva, tan bello que parece una quimera.
Gracias principalmente al trabajo de Salazar y su marido Richard Burger han salido del anonimato, como si los trabajadores a los que pertenecieron hubieran también abierto los ojos.
En 2003, 1,2 millones de personas acudieron a ver unas 360 piezas de la colección en una muestra itinerante por Estados Unidos organizada por Yale.
Al mismo tiempo, desde hace siete años, la universidad está enfrascada en una disputa con dos gobiernos sucesivos de Perú sobre el futuro de los objetos.
Nadie diría que Yale posee tal tesoro cultural al visitar su principal museo, el Peabody, que sólo tiene en exposición siete vitrinas con cerámicas y morteros de Machu Picchu.
Las piezas compiten en espacio con los 13 millones de objetos de arte que tiene en propiedad Yale, según Barbara Shailor, la encargada de todas las colecciones.
El resto de los objetos incas permanecen en los archivadores de metal de una sala amplia donde estudiantes de arqueología con batas blancas catalogan, examinan y fotografían un rompecabezas de fragmentos bajo la mirada de Salazar.
La experta abrió el depósito un día lluvioso de abril para un grupo de periodistas, la mayoría de Lima, invitados por Yale para que vieran lo que tan sólo un puñado de peruanos ha visto.
Salazar empezó a contar la historia de Machu Picchu que relatan los objetos con los que quisieron irse a la otra vida 174 individuos cuyas tumbas Birgham excavó.
La primera hipótesis fue que se trataba de un centro de culto reservado para cientos de vírgenes consagradas al templo del sol. No hace falta adivinar que la arqueología era asunto de hombres en aquella época.
En cambio, análisis recientes han demostrado que había tantos hombres como mujeres.
En su mayoría eran jóvenes de entre 16 y 18 años, traídos de todo el imperio para trabajos especializados, como moldear el oro excavado en las cercanas minas de Vilcabamba, según Salazar.
En Machu Picchu no se han hallado joyas porque era una residencia de recreo del inca, donde pasaba de mayo a agosto. "Si se moría alguien de la realeza, alguien noble, tenía que ser llevado a Cuzco", el centro del universo inca, según Salazar. Allí sería enterrado al calor del oro.
La única pieza de metal noble hallada es un brazalete, desenterrado por arqueólogos peruanos y que se encuentra en el museo instalado en el propio Machu Picchu.
Las cerámicas en poder de Yale también son testimonio del carácter multiétnico del imperio, pues siguen estilos diferentes. Hay platos con un mango decorado con cabezas con tocados propios de algunos pueblos de la selva y las vasijas negras características de los chimú.
Por todos lados están, sin embargo, las cabezas de felino y las franjas en medio de dos bandas laterales que representan, de acuerdo con Salazar, el poder unificador del inca.
La expresión máxima de ese poder quizá fue la propia Machu Picchu, que con sus objetos continúa, como en el siglo XV, encaramada entre la niebla.
Estos restos residen, desde 1912, en sótanos de la Universidad de Yale, en la localidad estadounidense de New Haven.
Allí han languidecido durante décadas después de que los trajera Hiram Birgham, un profesor que se topó con Machu Picchu, como suele ocurrir con los exploradores, cuando buscaba otra ciudad, Vilcabamba.
Nadie prestó atención a los objetos durante 70 años. En la década de los 60, un fuego ahumó las cerámicas y se mezclaron piezas de otros lugares incas con las de Machu Picchu, según reconoció Lucy Salazar, una arqueóloga peruana que trabaja en Yale.
"A partir de 1983 empezamos a ver qué había", dijo Salazar.
Los arcones no contenían el oro y las joyas que atizaron la codicia de Francisco Pizarro siete décadas después de la construcción de Machu Picchu, en 1460.
Eran menaje de cocina y útiles diarios, similares a otros objetos hallados y robados de huacas y asentamientos en todo Perú.
Pero son especiales porque dan pistas de la vida en la ciudadela más emblemática del imperio inca, un lugar entre sierra y selva, tan bello que parece una quimera.
Gracias principalmente al trabajo de Salazar y su marido Richard Burger han salido del anonimato, como si los trabajadores a los que pertenecieron hubieran también abierto los ojos.
En 2003, 1,2 millones de personas acudieron a ver unas 360 piezas de la colección en una muestra itinerante por Estados Unidos organizada por Yale.
Al mismo tiempo, desde hace siete años, la universidad está enfrascada en una disputa con dos gobiernos sucesivos de Perú sobre el futuro de los objetos.
Nadie diría que Yale posee tal tesoro cultural al visitar su principal museo, el Peabody, que sólo tiene en exposición siete vitrinas con cerámicas y morteros de Machu Picchu.
Las piezas compiten en espacio con los 13 millones de objetos de arte que tiene en propiedad Yale, según Barbara Shailor, la encargada de todas las colecciones.
El resto de los objetos incas permanecen en los archivadores de metal de una sala amplia donde estudiantes de arqueología con batas blancas catalogan, examinan y fotografían un rompecabezas de fragmentos bajo la mirada de Salazar.
La experta abrió el depósito un día lluvioso de abril para un grupo de periodistas, la mayoría de Lima, invitados por Yale para que vieran lo que tan sólo un puñado de peruanos ha visto.
Salazar empezó a contar la historia de Machu Picchu que relatan los objetos con los que quisieron irse a la otra vida 174 individuos cuyas tumbas Birgham excavó.
La primera hipótesis fue que se trataba de un centro de culto reservado para cientos de vírgenes consagradas al templo del sol. No hace falta adivinar que la arqueología era asunto de hombres en aquella época.
En cambio, análisis recientes han demostrado que había tantos hombres como mujeres.
En su mayoría eran jóvenes de entre 16 y 18 años, traídos de todo el imperio para trabajos especializados, como moldear el oro excavado en las cercanas minas de Vilcabamba, según Salazar.
En Machu Picchu no se han hallado joyas porque era una residencia de recreo del inca, donde pasaba de mayo a agosto. "Si se moría alguien de la realeza, alguien noble, tenía que ser llevado a Cuzco", el centro del universo inca, según Salazar. Allí sería enterrado al calor del oro.
La única pieza de metal noble hallada es un brazalete, desenterrado por arqueólogos peruanos y que se encuentra en el museo instalado en el propio Machu Picchu.
Las cerámicas en poder de Yale también son testimonio del carácter multiétnico del imperio, pues siguen estilos diferentes. Hay platos con un mango decorado con cabezas con tocados propios de algunos pueblos de la selva y las vasijas negras características de los chimú.
Por todos lados están, sin embargo, las cabezas de felino y las franjas en medio de dos bandas laterales que representan, de acuerdo con Salazar, el poder unificador del inca.
La expresión máxima de ese poder quizá fue la propia Machu Picchu, que con sus objetos continúa, como en el siglo XV, encaramada entre la niebla.
Fuente: EFE
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